TIEMPOS Y TIEMPO DE DIOS (114). SÍNODO, FRANCISCO Y ASCESIS: “MATAR PARA NO MORIR”

TIEMPOS Y TIEMPO DE DIOS (114). SÍNODO, FRANCISCO Y ASCESIS: “MATAR PARA NO MORIR”

Oscar Martín, sj

En su mensaje de cuaresma de este año el papa Francisco profundizó el texto de la transfiguración. En él se nos narra cómo Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a un monte elevado en donde aconteció la transfiguración del Señor. Y dice Francisco: “En Cuaresma se nos invita a ‘subir a un monte elevado’ junto con Jesús, para vivir con el Pueblo santo de Dios una experiencia particular de ascesis”.  Y añade, “la ascesis cuaresmal es un compromiso, animado siempre por la gracia”.

Pero la ascesis no tiene buena prensa en nuestros días. Hasta en ambientes cristianos  hablar de ella puede resultar hasta un poco molesto o incómodo. Y es que con facilidad ascesis nos puede recordar una Iglesia que enfatizaba castigos corporales, penitencias, sacrificios exagerados, culpabilizaciones, voluntarismos… Experiencias que ha afectado en muchos cristianos la imagen de Dios, hasta verlo como un dios exigente y cruel, al que hay que temer, agradar y satisfacer a toda costa. En definitiva, la imagen de un dios insaciable y enemigo de todo lo que tiene sencillamente sabor a humano.

Pero bien entendida, la ascesis no es otra cosa que nuestra disposición  humana que busca responder con radicalidad a la gracia de Dios para que en nosotros se desarrolle en plenitud la vida divina. Disposición nuestra que siempre va a precisar de purificación de nuestra vida, en algún sentido.  Por eso la ascesis es importante y por eso en cada época, por el progreso de la humanidad y por los cambios de paradigmas, también va cambiando.

Una ascesis para nuestro tiempo tiene que verse desde una cultura fuertemente materialista y consumista. Debe tener relación con cómo usamos nuestro tiempo: en el trabajo, familia, descanso, comunidad, misión, tecnología,  medios de comunicación masiva. No puede perder de vista nuestros ambientes que tienden a cerrarse, a cooptarnos o a aislarnos e inmunizarnos de la suerte de las grandes mayorías pobres de nuestra sociedad. Lo que quiero decir es que la ascesis, aunque en su aplicación haya habido exageraciones, es importante y no puede desaparecer de nuestra vida cristiana.

Pero hay otra dimensión de la ascesis en la que me quiero detener, que tiene que ver con el proceso sinodal que estamos viviendo en toda la Iglesia. Los documentos de síntesis de lo recorrido hasta ahora nos hablan de hermosos sueños de frescura evangélica, de conversión, de comunidad eclesial donde la participación sea expresión del dinamismo del Espíritu. Sueños de Iglesia pobre y amiga de los pobres, con modos  sinodales de organizarse, de puertas abiertas, al servicio de toda la humanidad.

Pero las síntesis también nos hablan de autoritarismo y clericalismo, de desconfianza, de rechazo al proceso sinodal; de dificultades para la apertura a las diferencias, a la participación de todos, al protagonismo de la mujer, a una Iglesia que fundamenta la evangelización a partir de los ministerios eclesiales que el Espíritu suscita.

Estas y otras dificultades e incertidumbres que aparecen nuestro caminar sinodal no deben extrañarnos porque adonde apunta el sínodo es a volver a vivir y organizarnos al modo como vivían los cristianos en los primeros siglos. Es decir, que el proceso sinodal no apunta a un maquillaje eclesial, sino a darle paso a una novedad del Espíritu en toda regla.

Ahí es donde la ascética, que también tiene inmensos tesoros en su historia, nos puede dar luz con una de sus herramientas más tradicionales, pero bien entendida: la mortificación. Hay que reconocer que si hablar de ascética levanta alergias a algunos cristianos, hablar de mortificación, mucho más. Pero vale la pena entender que la ascesis tradicional proponía la mortificación como la manera de romper la inercia del pecado y del desorden en la persona, en el cristiano.

En su sentido original, la ‘mortificación’ viene de la palabra latina ‘mortis’ que tiene que ver con ‘matar’. Es decir, mortificar, la mortificación cristiana tiene el sentido de matar. Pero no se trata de matar cualquier cosa, sino  de matar lo dañino, aquello que nos desordena, las raíces del pecado: matar aquello que “si nosotros no matamos” nos mata a nosotros. Así de claro. No se busca, ni mucho menos, dañar o menospreciar la dignidad humana sino fortalecerla. ¿Y cómo lo hace? ‘Matando’ (‘mortificando’) lo que nos deshumaniza, lo que nos quita vida: el egoísmo, la envidia, la soberbia, el deseo de riqueza, el autocentramiento, la lujuria, la maldad… Es decir, lo que acaba separándonos del amor o incapacitándonos para él.

También como cuerpo eclesial es tiempo que mortificar lo que nos deshumaniza, lo que apaga el Espíritu y nos paraliza. De ‘matar’, como hemos señalado, nuestro autoritarismo y clericalismo, la desconfianza y la resistencia a la apertura a los que hemos dejado afuera; de ‘matar’ los apegos al poder, y al rechazo  a los carismas que el Espíritu suscita y a la participación de todos y todas: a una Iglesia organizada a partir de la vivencia sinodal, que se mueve al ritmo del Espíritu. Porque ya lo sabemos: Si nosotros no “matamos” estas actitudes ellas nos matan a nosotros.

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